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Ciclismo

Alaphilippe se exhibe en la contrarreloj de Pau y refuerza su liderato

El francés necesita 14 segundos menos que Geraint Thomas para completar los 27 kilómetros de recorrido. Enric Mas finaliza 9º, a 58 segundos y Mikel Landa 24º, a 1 minuto y 45 segundos

1563550451_389234_1563553096_noticia_normal_recorte1Alaphilippe, en el podio del Tour. D-Q.S.

En el Tour se ha hablado tantos años de un Armstrong, el apestado, que justo cuando el resto del mundo solo habla de un Armstrong, otro, el héroe lunar, en Pau, con los Pirineos al fondo, recordando, se prefiere hablar de otros conquistadores lunáticos que llegaron a la luna, su luna.

Se habla, claro, de Julian Alaphilippe de amarillo intenso, ¿de quién si no?, de cómo despega desde las catacumbas de Pau, junto a su torrente, como un torrente quizás, como uno de los bólidos a motor que de vez en cuando atruenan el lugar cuando cierran las calles y por esas cuestas y esas curvas casi circunferencias en las que el paso de Alaphilippe feliz es una flecha, un suspiro apenas audible, disputan carreras de velocidad ruidosa.

Se sigue hablando de Alaphilippe poco de media hora más tarde cuando en la calle vertical que desemboca en la inmensa plaza de Verdún, donde siempre se llega a Pau después de descender de las montañas, el ciclista se transforma en un cohete, quizás otro Apolo, y vuelve a esprintar como esprintó en la salida y, siempre feliz, devora a todos y hace felices a todos los franceses, que lo celebran, admirados e incrédulos, y maravillados se pellizcan y aplauden, como quizás celebraron hace 50 años a aquel Armstrong en la Luna.

Se habla de Enric Mas, por supuesto, del debutante más extraordinario: cuanta más prudencia y mesura pide con sus palabras, y sigue hablando así, con más fuerza contradice en la carretera su cautela.

Cuando vea que el nombre de su hotel contiene la palabra rêve (sueño), huya. En Francia no hay palabra más devaluada, un señuelo que siempre anuncia lo peor, hostales infectos denominados la magia de los sueños; casas de huéspedes infames llamadas la fábrica de los sueños, y así.

La palabra, claro, se la han robado a los ciclistas, chavales que sueñan de verdad, y hacen soñar, y así se agigantan ante toso, como Alaphilippe y Mas. Ambos corren en el mismo equipo, uno belga, alérgico desde su nacimiento a la búsqueda de la victoria en la general del Tour.

Quizás por eso, los dos, corredores de la década de los 90, heraldos de la renovación, el francés de amarillo y el mallorquín de blanco, se puedan convertir en el antídoto ideal contra la promesa de defensa y aburrimiento que lleva siempre el Ineos, el equipo especialista, en sus alforjas.

Ambos, el francés que va de D’Artagnan con su jump increíble e incansable, y el mallorquín tan sensato, son corredores de ingenio y valor. Salen de sí mismos, no tienen apenas equipo para llevar la carga del Tour. Son el genio que hacía falta contra el tedio.

“¡Lo nunca visto! ¡Un francés de amarillo!”, grita más que proclama Alaphilippe en la meta. “Y un francés como yo, valiente y movido. Y estoy de amarillo haciendo simplemente lo que siempre me ha gustado hacer, no para quieto”.

No 50 años como la Luna, pero casi, 34 exactamente, llevaba Bernard Hinault, chupado y muy blanco junto al podio, esperando y temiendo que un compatriota de amarillo ganara una contrarreloj llana del Tour y pudiera afirmar sin que nadie alrededor se sonrojara que sí, que por qué no iba a pensar en ganar el Tour.

Y, en un corro junto a otras dos grandes autoridades del Tour, Eddy Merckx y Bernard Thévenet, los tres convienen, con Alaphilippe poniéndose colorado por lo que oía, que justo es él, el francés tan desenvuelto, el que mejor encarna lo que ellos fueron, atacantes que no se cansaban nunca de ganar. Y le ungen con el peso de su herencia.

Y Alaphilippe ya no habla como otros días en los que decía que no podría con la montaña y que no podía pensar en ganar el Tour porque los primeros días —ganando una etapa como el champán de Épernay, lanzando sprints a Viviani, ayudando a todos en los abanicos, omnipresente— había derrochado energía.

Vía: El País

 

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